miércoles, 26 de enero de 2011

Algo más

El Rana Vernier se crió en un barrio común, en una especie de postal conocida. Ya lo ven: Unas manzanas ordinarias del conurbano. Podría haber sido en cualquier lugar; ubiquémoslo en el sur. Sin muchas aspiraciones, sin muchas decepciones creció. Sus padres fueron benévolos con él en casi todo. Buenos viejos inmigrantes, medio brutos, medio sabios. La maldición de ser hijo único no fue determinante en su vida. O sí. Las pendejadas psicológicas se las dejamos a los fifís.
Ya de purrete destacaba en fechorías menores. Siempre fue medio malandra. Entrar en descripciones sería adornar el relato, falsearlo.
Preciso es decir que el entorno no lo favorecía. Tenemos ahí, a una casa de distancia, a Mabel. Una rubia preciosa. De niña se peinaba infinitamente. Su pelo rubio la fascinaba. Meta cepillo y cepillo. Las desgracias, que a todos nos rozan, la volvieron huraña. Amante de los gatos; medio mala; medio absorta por el alcohol. Ya es historia su cordura. Hoy se dedica a atormentar al barrio con sus intentos de suicidio, con sus robos ficticios. Y, sobre todo, con su típica maniobra de victimizarse.
También andaba por ahí un tal Gabriel. Una suerte de Droopy: Dondequiera que uno fuera lo veía a él. Con su bolsa de compras violeta y azul y su eterna mirada de fracaso, no exenta de discriminación.
Volvamos a El Rana. Un par de escruches y pequeñeces lo llevaron a tocar el bajísimo techo de su mundo.
Pese a su pretendida marginalidad, era como un chiste para los pibes apiolados del barrio. Fue, indistintamente: cagado a trompadas; en cana; mejicaneado; cornudo.
Hoy, tantos años después de este relato, el Rana Vernier se babea en un geriátrico de medio pelo en Ezpeleta.
No hay moralejas. No hay reflexiones. Los relatos sólo admiten lectores. Y, ellos, todos ya se desayunaron, son los que dan vida a las estupideces que uno escribe.